05 mayo 2006

Burren tierra de piedras

El camino más usual para llegar a los acantilados de Moher es bajar desde Galway. Pero nosotros veníamos del sur y para llegar a nuestro siguiente destino nos adentramos en el Burren. El Burren es una tierra árida donde predominan las rocas. La hierba busca rincones donde crecer, pero lo logra con mucho esfuerzo. Ludlow, a quien Cromwell nombró segundo del general Henry Irenton, estuvo en Irlanda en el sitio de Limerick y describió el Burren como "una región donde no hay bastante agua para ahogar a un hombre, no hay bastante madera para colgarlo, no hay bastante tierra para enterrarlo."

Sin embargo, no hay duda de este fue un lugar muy poblado en tiempos prehistóricos, como se puede deducir por el gran número de monumentos funerarios que todavía se encuentran en él. Visitamos dólmenes y recorrimos kilómetros por carreteras solitarias. A lado y lado de la carretera se extendían muretes de piedra que separaban los campos, en su momento de patatas, lo único que puede crecer en estos parajes.

La llegada a Kilneflora fue dura, bajo una lluvia intensa que nos impedía ver por dónde teníamos que ir. A pesar de llegar al pueblo por la mañana, buscamos rápidamente un lugar donde acampar, con la lluvia no podíamos seguir. Entramos en un pub empapados y asqueados. Comimos y el dueño nos informó que cerca de allí, en la misma calle principal, la encargada de correos tenía un terreno donde nos dejaría plantar la tienda. Fuimos a correos y hablamos con ella. No nos puso ningún inconveniente y muy amablemente nos cedió el terreno para aquella noche. Era un solar pequeño enmedio del pueblo, limitado por dos casas y un pequeño muro al fondo que lo separaba del cementerio. La hierba estaba alta y se me empaparon los pies. ¡Lo que faltaba! Plantamos la tienda y nos arrastramos el resto del día por el pueblecito. Descubrimos dos pubs interesantes y una catedral (sin tejado, como todas) con su correspondiende cementerio. La catedral era gótica, muy interesante, con dos obispos esculpidos en piedra que parecía que vigilaban a todo visitante. El cementerio agradable, impresionante para nosotros descubrir la enorme hortensia encima de una tumba. El tabú a la muerte que se vive en nuestra sociedad contrasta drásticamente con la convivencia que tienen en estas tierras con ella. Recuerdé el cementerio de Salzburg, digno de visitar.

01 mayo 2006

País de verdes y grises, en cualquier de sus tonos.

Restaurante en la playa de Inch, Península de Dingle.

Descubrir la península de Dingle fue una maravilla. Llegar hasta ella no tanto. Tan pronto como abandonamos Kerry nos volvió a abrazar la lluvia. Para consolarnos mirábamos el paisaje, de un verde brillante muy poco habitual en nuestro país. Somos un país de azules, blancos y marrones, en todos sus tonos, más que de verdes, en cualquier de los suyos... Irlanda es un país de verdes y grises. No hay más que ver su emblema, el trébol, para darse cuenta.

Ir en bici bajo la lluvia es algo poco recomendable. El equipo que llevábamos, a parte de las botas de Gore-Tex, no era el más adecuado para soportar este tiempo. El chubasquero, un canguro recuperado de mis días de colonias con la escuela, me hacía sudar tanto que ya no sabía si estaba más empapada por dentro o por fuera. Las lentillas amenazaban con caérseme, pues el agua me entraba contínuamente en los ojos, pero ponerme las gafas no hubiera sido solución, ya que el agua me hubiese impedido ver. Además, estaba el tema del equipaje, siempre cuidadosamente metido en bolsas de plástico para que no se mojara, especialmente el saco. Entrando en la península llegamos a nuestro límite, no de cansancio, sino asqueados de tanta gota fría.

Nos quedamos en el primer cámping que pillamos. Venía anunciado como tal en la señalización de la carretera, pero muy oficial no sé si era. El supuesto lugar de acampada resultaba ser, una vez más, un terreno en pendiente, donde los caballos pastaban. Pronto vimos que el negocio en sí no era el cámping, que carecía de los mínimos vitales para llamarle así (sólo tenía una letrina impracticable), sino el alquiler de unas carretas al estilo gitano, pintadas de rojo y cubiertas, que servían de casa para familias con niños en busca de unos días de contacto con la naturaleza y aventura. Por supuesto debían cuidar a los caballos, darles de comer y sacarlos a pasear, y la vida se convertía en algo inusual, sin luz ni agua corriente. Eso sí, a unos pocos metros, cruzando la carretera, tenían un restaurante donde poder comer patatas fritas en mantequilla y una tienda donde poder comprar desde papel higiénico hasta los souvenirs más cursis.

Nosotros también acudimos al bar. En realidad tenía su encanto. No tenía nada que ver con los pubs que habíamos frecuentado, más bien recordaba a algún bar perdido donde se deprimen y emborrachan los héroes solitarios de las películas. El ambiente era hibernal, pero
poco a poco dejó de llover. La marea bajó y dejó al descubierto una de las más bellas imágenes que guardo del viaje. La playa parecía un espejo y, secos y recuperados del frío, nos decidimos a pasear por la playa. Olía a mar. A mar adentro. Un olor profundo de pescado, algas y agua salada. Los caballos galopaban por encima de la arena mojada, disfrutando, como todos, del momento.

Antes de retirarnos a preparar el sobre de pasta de rigor que nos esperaba para cenar en la tienda, quisimos obsequiarnos con una Guiness. En el bar de la playa no servían alcohol, por lo que decidimos subir por la carretera hacia un hotel que parecía que tenía un pub. Nuestra última experiencia en el lugar fue surrealista. El hotel estaba practicamente cerrado. Creimos estar en el hotel de El Resplandor. Esperábamos que en cualquier momento saliera Jack Nicholson con un hacha y nos persiguiera por los pasillos polvorientos. Pero no fue así. Una mujer apareció de repente de no se sabe dónde. Entonces nos tomamos la ansiada Guiness.